Nunca se muestran por igual.
En cada periplo anual
aparecen de modo diferente,
añadiendo algo distinto al ambiente.
En esta ocasión ha tardado en llegar
después de días y días de sol,
calentando sin parar,
nuestros cuerpos usados de crisol
en un trasvase estacional de energía celular.
Otras veces irrumpen sin llamar,
por la puerta abierta a la modernidad
del último grito en versión de viento cardinal
que arrasa cuanto pueda quedar de estío
y que a estas alturas
resulta ya más que baldío.
Tránsito entre verano e invierno
prolegómeno de un infierno
de fríos, constipados, desventura en que,
si duda por su angostura,
caerá el pobre diablo ínclito
sin techo, sin pan, casi sin hálito.
Pero a pesar de todo
Madrid siempre es especial
porque se apiada del personal,
hace del Metro refugio y su fiereza estacional
que nunca es constante,
solo llenará de hojas, una vez más, el estanque.
Me dispongo a dar paseos por el amado Retiro,
a andar por la Casa de Campo
subir luego por el del Moro,
no darme ningún respiro hasta llegar al Oeste
para contemplar desde allí
lo que pocas veces y en otros sitios viví,
la más bella puesta de sol en poniente.
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